“Si alguien tenía que morir, pensé que debía ser yo”. ¿Cuántos de nosotros hemos dicho esas palabras alguna vez? Yo, por ejemplo, nunca. ¿Cuántos de nosotros las hemos vivido? Yo, nunca, de nuevo. Y es por esa razón que hoy quiero contarles una historia:
Era una mañana tranquila en Wyoming. Como de costumbre, Bridger está a los alrededores de su casa jugando con sus carritos, haciendo lo que la vida demanda de un niño de 6 años. Mientras Bridger se divierte en su jardín, su hermana, menor que él, también disfruta de los días tranquilos en su vecindario. De pronto, sin esperarlo -como sucede con la mayoría de las cosas que exigen dar más de nosotros mismos- Bridger escucha los ladridos de un enorme pastor alemán -al menos, enorme para alguien de 6 años-, seguido por los llantos de su hermana.
¿Pueden adivinar qué hizo el pequeño Bridger? Tal vez, a pesar de su corta edad, analizó con calma la situación. Quizá evaluó las opciones disponibles con la información observada. Pudo pensar en buscar consejo de sus padres para saber cuál era la mejor forma de abordar la situación. Por otro lado, tal vez se sentó a llorar al ver como su hermana de 4 años era atacada por un pastor alemán, esperando que eventualmente algún adulto se hiciera cargo de la situación.
Bueno, la verdad es que nada de eso fue lo que pasó por la mente del pequeño Bridger. Todo lo que pasó por su mente fue: “Si alguien tiene que morir, debo ser yo” y actuó en consecuencia. Su razonamiento no fue pasivo. Él no pensó en si alguien más debería morir, o que nadie debería hacerlo, ni se preguntó si acaso él tendría que morir; simplemente actuó bajo la idea de: “si alguien que es importante para mí, en un momento de peligro podría salir lastimado o incluso morir, yo debo ser esa persona, nadie más”, y actuó en consecuencia. Así, inmediatamente Bridger corre y se interpone en medio del furioso pastor -el perro- y su hermana. Y en este momento, el canino, que sin duda era un gran peligro para un pequeño de 6 años y su hermana de 4, lejos de sentirse enternecido por la valentía del pequeño, decide atacarle. Y él, que a su corta edad entendía que enfrentaba un peligro de 4 patas, se mantuvo al frente el tiempo suficiente para que su pequeña hermana corriera hasta estar fuera de peligro.
Dejar de ser pasivos nos hace mejores hombres
Hombres, hombres, hombres. El mundo necesita más hombres como el pequeño Bridger. Después de ser operado de su cara y tener más de 90 puntos de sutura, su respuesta a la pregunta de “¿por qué lo hiciste?”, fue “Si alguien tenía que morir, pensé que debía ser yo”.
La pasividad con la que hemos llevado nuestra masculinidad nos ha convertido en hombres excesivamente débiles. Ante los verdaderos retos que el mundo nos presenta, muchas veces elegimos la falsa espiritualidad en lugar de hacer lo que sabemos que es correcto ante los ojos del Señor -quiero creer que no hemos llegado al punto de sentarnos a llorar esperando que otro afronte el reto por nosotros-. No hay que ponerse a orar cuando la Biblia es clara con respecto a la tentación sexual, ni tampoco hay que pedir consejo para saber qué hacer cuando se ha ofendido a alguien; o si hay que salir a buscar empleo para proveer en casa, o si hay que independizarse –sobre todo si estamos más cerca de los 30 que de los 20-, o si se debe servir al Señor.
No me malinterpreten, no estoy hablando de actuar por impulsos, sin planificar. Me refiero a activamente involucrarnos en las cosas que nuestro rol de hombres nos llama a cumplir en nuestras relaciones, como hijos, como siervos, como novios, como esposos o como solteros. Lastimosamente, para quienes nos hemos acostumbrado a una vida de pasividad, involucrarse activamente siempre va a significar dar más de lo que estamos dispuestos a dar, salir de la zona segura para que otros puedan permanecer a salvo.
El Señor fue enfático en su rechazo a la pasividad. Hay todo un capítulo lleno de parábolas al respecto en los evangelios. Sin embargo, mi parábola favorita es aquella en la que el Señor les habla a sus discípulos sobre momentos como los que vivió la hermana del pequeño Bridger. “Tuve hambre y me dieron de comer, fui extranjero y me dieron alojamiento, estuve enfermo y me atendieron…” Puede parecer que el mandato es que demos a los que no tienen o que alojemos al extranjero, pero eso solo es el resultado de la actitud del corazón. El llamado es a ser agentes activos. No en vano Cristo usa esas parábolas para explicar cómo es el reino de los cielos. Ironías celestiales.
La pasividad nos hace hombres incapaces. Además, de hombre a hombres, seamos sinceros, ¿qué mujer sueña con formar una familia con un hombre pasivo? Alguien que ante la necesidad no reacciona, sino que espera que otro lo haga por él, alguien que ve que el bombillo de la cocina necesita ser cambiado, pero deja que su esposa lo haga; alguien que se sienta a esperar a que lo llamen de alguna empresa en vez de salir a tocar puertas, alguien que no toma su rol como cabeza del hogar. No creo que exista una mujer que sueñe con un hombre de esos, y de esos somos muchos de nosotros.
Nuestra pasividad como hombres es algo que jamás veremos en Cristo. Después de todo, Él vio nuestra condición de pecadores y dijo: “Si alguien tenía que morir, pensé que debía ser yo”. Sigamos Su ejemplo.
Artículo escrito por David // Redacción Purex en Español