“Todos los hombres son iguales”, grita tu herida. Esa que aún duele, que no lo ha olvidado, que reclama justicia. Ellas, levantan su voz cada vez más fuerte, con el fin de hacerse escuchar en medio del ruido de la injusticia que no están dispuestas a tolerar. Reclaman un respeto que no tendrían por qué pedir, un amor que se les debió ofrecer sin que lo tuvieran que solicitar, un lugar por el que no deberían estar peleando, sino que deberían estar disfrutando.
Aunque nos consideran predecibles y bastante simples, la verdad es que todos somos diferentes, y no solo tenemos distintas cualidades, sino que seguramente hemos hecho daño de maneras distintas. La crisis de la masculinidad, de forma particular se ha manifestado en dos frentes principales que han dejado heridas innegables: por un lado, están aquellos que se han rehusado a ejercer su liderazgo abandonando su rol, y por otro, los que lo han ejercido a través de la opresión y la fuerza subyugando a todo el que se les atraviese. En el primer grupo están los que han abandonado sus familias, los que han huido al compromiso, los que han jugado con corazones como si nada fueran, los que han prometido las estrellas, pero luego se han esfumado. En el segundo, están los que han usado la fuerza para conseguir lo que quieren, los que han abusado del más débil, los que han resuelto conversaciones alzando la voz, los que han ignorado tu opinión y han hecho contigo como quieren.
La descripción anterior está llena de una serie de formas de maltrato que tenemos la labor de erradicar, pues no solo hablo de golpear a alguien (que de hecho no tendría ni por qué escribir que esté mal), sino de entender como hombres que las maltratamos cada vez que ignoramos su opinión, que las tratamos como poca cosa o no les damos su lugar. Ese no es el diseño de Dios para nosotros, pues fuimos llamados a ejercer un liderazgo amoroso, y a imitar a Cristo y reflejarlo en nuestro trato hacia ellas. ¡Ay mi Cristo, qué estándar tan alto! Veo a Jesús en la Biblia restaurando a tantas mujeres, defendiéndoles, sanando sus heridas y reconstruyendo sus corazones, que me da vergüenza de género.
Perdón. Perdón por aquellos que llegaron a tu vida a destruir y no a restaurar. Perdón por los que han ignorado tu valor y han sido violentos de tantas maneras diferentes. Todos somos iguales delante de Dios y hemos sido llamados a respetar y honrar la imagen de Dios en los demás. Pero como hombres tenemos una responsabilidad mayor a la hora de reflejar los atributos de Dios que tenemos la labor de mostrarles a ellas. Debemos ser el ejemplo de lo que es liderarla mientras se le ama como quien da la vida por ella, ser el espejo del trato que Jesús le daría, ser hombres que usan sus fortalezas para servirles y cuidarles ya que Dios les creó para estar junto a nosotros en la Tierra, y no bajo nuestro imponente brazo.
El hombre ha sido dotado de fortaleza física para proteger, no para maltratar. Por el pecado la fuerza masculina ha sido usada destructivamente, pero el fin con el que se diseñó es la protección y el cuidado. De hecho, tener más fuerza no nos hace más hombres, es usar la fuerza que tenemos como Dios la usaría, para los fines que ha determinado, lo que nos hace hombres de verdad.
A ustedes hombres, los invito a despojarse de esa falsa idea de hombría que la sociedad de hoy nos vende, el macho opresor no es más que un cobarde que no ha encontrado otra forma de conseguir lo que quiere, y el abuso de cualquier tipo no es ningún motivo de orgullo. A ti mujer, quiero animarte y decirte que Dios está formando hombres que le amen y le reflejen en todas las áreas de su vida, y anhelo que te encuentres con esos que te mostrarán a Jesús y serán instrumentos para reconstruir lo que ha sido derrumbado en ti. No, no todos son iguales, pues Cristo en la vida de un hombre marca una gran diferencia.
Artículo escrito por Julián // Redacción Purex en Español