¡Qué bonito parece ser el llamado al servicio moderno! En el mar de iglesias, parece que los faros del liderazgo han dejado de brindar luz de dirección y han empezado a encandilar los ojos de aquellos que requieren ver con claridad hacia dónde ir. El pobre marinero no puede encontrar el puerto seguro de Cristo con ayuda de los faros que en vez de señalar el lugar correcto, parecen señalar a cualquier parte.
¡Qué honor es para el creyente ser llamado a servir! En tiempos de la iglesia primitiva, era común ver cómo los discípulos eran tomados por sus maestros y formados a través de estrechos lazos de intimidad y del desarrollo de disciplinas que eran necesarias para su crecimiento personal y espiritual. Podemos tomar como ejemplo los tres años de ministerio de nuestro Salvador, quien lejos de buscar fama o autoproclamación escogiendo las estrellas de la época, fue a los que nadie conocía y todos despreciaban. Jesús perfectamente pudo haber ido a cualquier persona con los recursos materiales o capital humano para construir su ministerio y extenderlo. No fue así. Pescadores, cobradores de impuestos, hombres faltos de carácter; carentes de cualquier tipo de habilidad comunicativa o aprecio social.
Los mismos discípulos entendieron la complejidad de la elección del siervo que llevaría a cabo cualquier tipo de labor. Hechos 1:12-26 narra la situación del reemplazo de Judas, y posteriormente, la elección de siervos que ayudan al cuidado de las viudas de la iglesia. No era una decisión menor. La “falta de personal” no les llevó a tomar las decisiones a la ligera. Más bien, con claridad definieron las características detalladamente para no buscar personas por debajo de ello. ¿Y qué creen? Ninguna de estas tenía que ver con su popularidad o entusiasmo, su carisma o incluso su capacidad de echarle ganas o “dar la milla extra”.
Buena reputación, llenos del Espíritu y sabiduría
Estos tres distintivos de los siervos que menciona el libro de los Hechos no deberían ser desconocidos para la iglesia. La buena reputación tiene todo que ver con lo que otros dicen de ti, no se trata de complacerlos a todos o de llenar expectativas ajenas, pero sí de un testimonio fiel y constante, no de alguien que no se equivoca nunca, sino de alguien que sabe pedir perdón y aprende de sus errores; de no ser así, nadie sería apto para el servicio. En segundo lugar, la llenura del Espíritu es esencial para el que pertenece al Señor. Alguien que es lleno del Espíritu es aquel que se deja guiar por Él, permite que su carácter sea formado a través de la disciplina que enseña su Palabra y entiende que no hay nada bueno que él mismo pueda dar a otros, sino solo lo que el Señor le ha dado. Por último, la sabiduría tiene que fundamentarse en hacer lo que se sabe, sin autoengaños, sin pensar que el conocimiento hará que el buen actuar brote instantáneamente. No sucede así con Dios.
“Sea cual fuese el llamamiento que alguien pretenda haber recibido, si no ha sido llamado a la santidad, puede asegurarse que no lo ha sido al ministerio”. Ahora bien, esta hermosa frase de Spurgeon tiene todo que ver con el llamado más importante que Dios le hace al hombre y es el de la santidad. ¿Cómo puede un hombre considerarse apto para el servicio si no es santo? ¿Cómo puede siquiera pensar en aspirar a ser el que pone las sillas en la iglesia, lava los baños o limpia los utensilios de la Santa Cena, si la santa vida de Cristo no se ve reflejada en él? Solemos ver el llamado como oficios que se llevan a cabo en ciertos momentos de nuestra vida, como si la santidad no fuera el llamado fundamental a cada cristiano por parte del Salvador. Después de todo, es por la santidad que el cristianismo tiene relevancia a los ojos de quienes no conocen al Señor, es la que sale a defender a quien es acusado injustamente, la que sale a relucir cuando hay desacuerdos o dificultades que desnudan el carácter del creyente; la santidad es el aceite que hace que el faro guíe a puerto seguro a aquellos barcos de creyentes que necesitan ver a Jesús, no al hombre. Pablo se esforzó en enseñarle a Timoteo la importancia de una vida caracterizada por el llamado más importante, de muchas maneras instó a su discípulo a tener en alta estima la santidad, muy por encima de su servicio. Es más, se refirió a esto como una causalidad, si Timoteo tenía una cosa, como consecuencia obtendría la otra: “Ahora bien, en una casa grande no solamente hay vasos de oro y de plata, sino también de madera y de barro, y unos para honra y otros para deshonra. Por tanto, si alguien se limpia de estas cosas, será un vaso para honra, santificado, útil para el Señor, preparado para toda buena obra” (1 Tim 2:20-22). Inicialmente Pablo se refiere a cuidarse de una mala enseñanza, pero inmediatamente después habla de esas pasiones que nos impiden ser ese vaso noble, para usos nobles. Es la santidad la que nos “prepara” para el servicio, no al revés.
En conclusión, el llamado al ministerio no tiene nada que ver con el carisma del siervo, eso no es señal de santidad. Al Señor no le importaba manejar las masas, le importaba transformarlas. Y el carisma no transforma vidas, lo hace el Evangelio. Gracias a que muchas veces elegimos por carisma o cualquier otro tipo de razón superficial, es que muchas veces la iglesia se encuentra en escándalos o situaciones conflictivas, porque el líder al frente fundamentó el ministerio en su persona, en su carisma. Lo que se requiere es carácter, ¡santidad! Después de todo, es con esta que sabrá hacerle frente a la tentación, es el carácter del cristiano el que le ayudará a permanecer cuando las cosas no estén fáciles. La santidad es el primer llamado que se le hace al creyente y es el más importante. Sin este, cualquier otro llamado es infructuoso, más bien dañino para sí mismo y para aquellos a quienes dice servir. “Pues Dios nos salvó y nos llamó a una vida santa, no por nuestras propias obras, sino por su propia determinación y gracia. Nos concedió este favor en Cristo Jesús antes del comienzo del tiempo” (2 Timoteo 1:9).
Artículo escrito por David // Redacción Purex en Español