Así he sido innumerables veces en mi vida. Tal vez como la mayoría de las mujeres. ¡Siempre esperando algo de la otra persona! No sé cuántas veces te haya pasado a ti, pero al parecer en nuestros corazones siempre hay un deseo de que satisfagan nuestras necesidades. Vivimos en función del ‘yo’, y por eso el otro debe hacerme feliz. El otro debe tener ciertas actitudes, detalles y palabras de elogio hacia mí. Creemos que no existe un ser humano perfecto, pero al parecer de manera consciente o inconsciente lo estamos exigiendo. Y no porque deseamos que esa persona crezca en su proceso de santificación, sino porque buscamos que él o ella nos dé esa felicidad.
Cuántas veces en fechas especiales nos hemos armado numerosas películas en nuestras cabezas de lo que esperamos de las personas ese día, tal vez esperando recibir algo de lo que suponemos nosotros hemos dado a los demás. “Merezco que se esfuercen por mí, como yo lo he hecho por ellos”. ¿En serio? ¿Lo mereces? Debo decirte algo y decírmelo a mí misma: no merecemos absolutamente nada. Vivimos en pro de nuestra satisfacción, en busca de que el otro me dé placer, que satisfaga cada una de mis necesidades. Y hasta este punto, ya tenemos un serio problema, pues estamos andando de acuerdo a nuestros deseos, a nuestro corazón pecaminoso. Y ese es un mal que afecta no solo a las mujeres sino al ser humano en general. Cada quien busca su propio camino, cada quien busca dar pero con la expectativa de recibir algo mejor a cambio, no damos por una real generosidad, ni como Dios enseña.
¡Exigimos, exigimos y exigimos!, como si los demás tuvieran que vivir en función de mí. Y querida chica, ¡no!, nadie vive en función de ti, ni tu novio, o esposo, o amigos y familia, o personas en general, ¡absolutamente nadie! Todos vivimos en función de Dios, de Su gloria, de hacer las cosas para él y no para los hombres (Colosenses 3:17).
Hagámonos un favor todas nosotras, no esperemos nada de nadie y no porque no confiemos en las personas, sino más bien porque estamos dispuestas a donar, a dar de lo que nos ha sido dado por gracia. A alegrarnos con lo que tenemos o con lo que recibimos y tener contentamiento, sin importar que sea grande o pequeño a nuestros ojos. A que nuestro corazón se vuelque a amar a Dios y amar a los demás.
La próxima vez que quieras demandar algo de alguien, pregúntate de qué corazón sale ese deseo, a quién busca satisfacer, y a quién busca glorificar. Ten presente a Jesús, ¿vino él para buscar que le sirvieran o para servir? ¿Buscó agradarse a sí mismo o agradar a su Padre?
Cuando aprendes a dar a otros, sin esperar recibir, cuando no exiges y demandas, vives más tranquila y feliz. Te ves menos expuesta a la decepción, a la frustración y al dolor. Simplemente vives cada minuto disfrutando de las innumerables bendiciones que recibes a diario. Disfrutas una taza de café en casa tanto como una salida a comer. Disfrutas de un dulce pequeño como de un mega-helado. Disfrutas el solo hecho de tener la oportunidad de vivir, respirar y levantarte cada mañana.
Mi última recomendación, haz una pausa y mira cuánto has dado versus cuánto has demandado. Haz un balance y toma decisiones.
Artículo escrito por Keli // Redacción Purex en Español
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